Orgullo
Las fuerzas dominantes de la cultura mexicana dicen que debemos sentir orgullo porque Paola Espinoza y Tatiana Ortiz (más los que se acumulen) ganaron medallas en los Juegos Olímpicos de Pekín. (Me he vuelto más tolerante: puede usar "Beijing", pero no intente convencerme de que "Beijing" es mejor que "Pekín".) Si usted viene de otro país cuya delegación ganó medallas, en su país debe pasar lo mismo. ¿Deberíamos? ¿Qué motivos hay para que yo me sienta orgulloso de las medallas de mi delegación nacional?
Con su permiso, voy a pontificar.
Uno
¿Qué es el orgullo? Es lo que uno siente después de resolver un problema difícil, después de terminar un nivel escolar, después de salvar una vida o después de hacer un trabajo bien hecho. Entendemos "orgullo" como la satisfacción hacia nosotros mismos por las cosas buenas que hacemos bien. También parece legítimo sentir orgullo por los logros de los seres queridos: me siento orgulloso de mi hermano que obtuvo un doctorado, de mi padre que inventó una máquina, o de mi amiga la paramédica. En cierto modo, creemos que influimos o ayudamos de alguna manera para que ellos hagan esas cosas. El orgullo parece más fundado hacia los hijos: después de todo, nosotros los hicimos, en todos los sentidos. Sin nosotros el resultado habría sido diferente, tal vez no hubiera ocurrido.
Lo que no parece legítimo es sentirse orgulloso de los logros ajenos que no están relacionados con nuestros esfuerzos. Su vecino gana un torneo de boliche. A lo mejor usted sabía que jugaba boliche, y alguna vez le comentó que él y otras personas hicieron un equipo y entraron a un torneo. Cuando llegó a su casa con el diploma y las fotos con el trofeo posiblemente lo felicite, y lo haga con sinceridad, pero no se sentirá orgulloso de él. Usted no hizo nada para ayudarle a ganar el torneo, si acaso le dijo "ah, buena suerte" como cortesía, pero nada más. Ese logro podrá no ser exclusivo de su vecino, pero ciertamente no es suyo.
Otra fuente ilegítima de orgullo es la que se podría sentir por "logros" de los que nadie es responsable, esto es, de las cosas que ocurren por casualidad. De elementos activos en las acciones motivo de orgullo pasamos a ser elementos pasivos en las casualidades. Cuando nos encontramos dinero en la calle, nosotros no somos el factor determinante: fue un evento aleatorio el que determinó que a alguien se le cayera el dinero en ese lugar. Tampoco somos el elemento determinante cuando cae una tormenta justo después de cerrar la puerta de la casa. Uno no se enorgullece de encontrarse dinero o de entrar a la casa justo antes de la tormenta.
Dos
¿Se siente usted orgulloso de su nacionalidad, de la historia y de los símbolos que le dan identidad a su país? La respuesta más probable es que sí.
Pero la inmensa mayoría de la gente no escoge su nacionalidad. Uno sólo nace en un país cualquiera, o tiene padres originarios de un país cualquiera, y en la mayoría de las leyes nada más por eso uno ya tiene la nacionalidad de ese país. O, si se trata de alguien con nacionalidad múltiple, es muy probable que una de sus nacionalidades la haya obtenido sin hacer nada. La nacionalidad es una de las cosas más fáciles del mundo. La nacionalidad de la mayoría de la gente es uno de 200 resultados posibles de un hecho absolutamente casual, como absolutamente casual es la existencia de todos nosotros.
Pero usted podrá decir que más que de la nacionalidad en sí, uno se enorgullece de la historia, símbolos y valores compartidos detrás de esa nacionalidad. Eso es una forma más larga de lo mismo: uno no elige ni el país, ni la sociedad en la que va a nacer, ni tampoco a sus símbolos. La historia, los valores y la identidad nacional no fueron creadas por usted (y por lo tanto no debería sentir orgullo por ello): simplemente ahí estaban cuando nació, se las metieron en la casa, en la escuela, en la calle, en el puesto de revistas y en la pantalla, y se convirtieron en parte de su identidad. La mayoría de la gente las vive y conserva porque no le queda de otra, porque no conoce otra cosa.
Y como la nacionalidad es casual, sentir orgullo por ella no es legítimo. En cambio, defender y construir voluntariamente los valores y la cultura de la nación sí puede ser un motivo de orgullo. Simón Bolívar, Benito Juárez, Mustafá Kemal, Charles de Gaulle, Mohandas Gandhi, Nelson Mandela y otros próceres exitosos debieron sentir orgullo por la forma en como transformaron a sus naciones.
Esa etiqueta nacional no es exclusiva: la compartimos con muchas personas. Esa etiqueta nos sirve como marca de identidad grupal, para hacer un Nosotros (los que tenemos la misma etiqueta nacional) y un Ellos (todos los demás), y hay que defender y estar orgullosos por todo lo que es de Nosotros, porque Nosotros somos mejores que Ellos. (No importa que esa etiqueta nacional que tanto se defiende muchas veces choque con etiquetas regionales, igualmente casuales. Viva México cabrones, pero hay que hacer patria y matar a un chilango.)
Pero así como esa etiqueta nos tocó por casualidad, todas las otras personas tienen esa misma etiqueta por casualidad. Esa etiqueta absolutamente casual es la única justificación para que Nosotros tengamos que sentirnos orgullosos de los logros de los notables que comparten nuestra misma etiqueta. Es una justificación bastante pobre. Muy poca gente influyó en los logros de esos notables; toda la gente que construyó los valores nacionales que pudieron estar reflejados en esos logros ya está muerta (y los muertos no sienten orgullo); los notables decidieron ser notables porque algún principio fundamental de su personalidad así lo exigió.
Tres
En un mundo donde las guerras de verdad son cada vez más inviables, los eventos deportivos internacionales como el Mundial de Futbol y los Juegos Olímpicos se han convertido en escaparates de las capacidades nacionales. Hay quien se llena la boca de palabras dulces y solemnes de universalidad, igualdad, paz, armonía, competir por el afán de ser mejores. Yo digo que esas son patrañas. Los desfiles de las delegaciones, las banderas e himnos nacionales en los podios y el medallero organizado por países muestran que la Olimpiada se trata de nacionalismo puro y duro, de Nosotros contra Ellos. Las grandes potencias y uno que otro país pequeño pero controversial buscan mostrar la superioridad de sus sociedades a través de la superioridad de sus deportistas. Y los países marginales ven en sus medallistas una muestra de que ellos también pueden ponerse al tú por tú con las potencias; de que a pesar de todo, Nosotros somos mejores que Ellos.
La mayoría de los países destinan algún porcentaje de sus recursos a sus atletas. Construyen centros deportivos, otorgan becas a los atletas destacados, compran equipo y pagan entrenadores. Parte de este dinero sale de los impuestos que los ciudadanos del país pagan a su gobierno central. Ese dinero es el único vínculo causal entre la gente común y la bonita medalla o trofeo del atleta destacado de su país: ese porcentaje de sus impuestos es la única influencia que usted ejerció para que el atleta destacara entre los demás.
Pero igual que usted no elige su nacionalidad, ni a los atletas de su país, tampoco elige pagar impuestos. Por alguna razón de teoría política fuera del alcance de este ensayo, pero que está relacionada con la etiqueta aleatoria de su nacionalidad, usted debe pagar impuestos. Igualmente, usted no elige directamente el porcentaje de impuestos que debe destinarse al deporte. Tal vez usted ni siquiera apoye al deporte y prefiera más dinero en la seguridad social, la industria de alta tecnología, las bellas artes o la protección ambiental. A lo mucho podrá contactar a su senador o diputado o como se llame en su país diciendo que quiere tal cantidad de dinero para apoyar a tal deporte. Pero puede que no le haga caso. O que otros representantes no estén de acuerdo y decidan otra cosa. Para fines prácticos, la influencia voluntaria y real de las personas sobre los logros de los atletas de su país es nula: involuntaria, mínima y casual. (Los parientes, amigos y compañeros sí tienen influencia. Pero no todos somos parientes, amigos o compañeros de atletas olímpicos.)
Cuatro
Y llegamos al meollo del asunto.
Los logros de los atletas y la única conexión entre ellos y nosotros entran de lleno en la categoría de "cosas que no hice yo": son acciones hechas por otras personas, con las que no tenemos nada que ver, por motivos completamente ajenos a nuestra voluntad. A menos que usted sea un pariente de Paola o Tatiana, o esté en el equipo de entrenadores o sea compañero de competencias, su única colaboración fue algún dinero perdido en el presupuesto, y su única relación es estar bajo la jurisdicción del mismo gobierno. Ni yo ni ellos eligimos ser mexicanos (igual pudimos ser barbadianos o tunecinos), ni nadie excepto los mismos atletas decidió que debían representar al país. Ellos decidieron que querían ser los mejores en sus deportes, y trabajaron duro para lograrlo. Y lo hicieron sin que ni usted ni yo estuviéramos conscientes de su existencia, y viceversa.
Ni hablemos de lo que el país, esa abstracción que creó a Nosotros, ha hecho para apoyarlos. Al menos en México, nunca pasa una Olimpiada sin que nos enteremos de verdaderas historias de terror. Los Juegos pekineses no son la excepción: está el enésimo escándalo con los uniformes de Atlética que casi deja fuera al equipo nacional de volibol de playa. Aparte de llevarlos, los organismos de fomento deportivo del gobierno no han hecho prácticamente nada por ellos. Nosotros como sociedad menos.
Yo no me siento orgulloso por las medallas de la delegación olímpica. No me siento orgulloso porque yo no hice nada para que Paola, Tatiana y los que estuvieron antes subieran al podio. No siento orgullo porque no merezco sentir orgullo por ellos.